viernes, 15 de abril de 2011

Mandarinas

Cuando era niño, recuerdo que después de una aburrida comida a base de odiosas verduras llegaba la hora del postre. Mi sonrisa y mi felicidad eran plenas cuando mi madre me acercaba un par de mandarinas, anarajandas y rugosas. Era un placer clavar los dedos en su piel y sentir como emanaba su esencia hasta mi nariz, activando mis papilas y acrecentando las ganas de sentir su armonia entre dulce y ácida haciendo un concierto en mi boca. Debo decir que era incapaz de tragarme la piel, así que después de chupar cada gajo y dejarlo sin el más mínimo recuerdo de zumo, lo dejaba desecado encima de los otros que habían caido antes. Parecían cadaveres amontonados desangrados por un vampiro sediento. Durante toda la tarde me olían las manos a mandarina.
No sé muy bien cuando pasó exactamente, ni porqué, pero un día, siendo yo todavia un enano, sentí el aroma de una mandarina que perseguía al cuerpo incipiente de una chica. Creo que aquella fué la primera vez que me enamoré. Desde entonces siempre que el aire que remueve el caminar de una mujer me trae olor a mandarina, pienso en el placer de clavar los dedos en su piel y sentir su esencia impregnando mis sentidos.

3 comentarios:

  1. Pues mira tú qué cosas, siempre que pelo naranjas me lavo las manos a conciencia porque cierto es que impregnan si olor hasta el tuétano y a mí, pese a que no me resulta desagradable, me da que sí puede serlo para los demás.

    Creo que de ahora en adelante...dejaré de lavarme las manos después de pelar una.

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  2. Es un olor de lo más sugerente, al menos para mi... No te laves las manos, deja el olor entre los dedos... Un beso

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